Con el susurro del agua corriendo, el piso en la Piazza della Signoria intentaba decirme algo.
Cubriéndome de la lluvia por el techo que alberga las más hermosas réplicas a un lado del Palazzo Vecchio, contemplaba una vista que me prohibía identificar época y tiempo.
Enfrente, Neptuno movía la cabeza mientras mágicamente cambiaba los colores de su fuente. A un lado, un imponente León movía una bola de concreto la cual le instruyeron proteger como si fuera el mundo entero.
Por alguna razón no sentía miedo. Solo sentía el tener que estar ahí por una razón especifica, sin embargo, desconocida. Quizá la definición confortante que le damos a la vida.
De repente, el viento y las estrellas empujaban mi vista en dirección al Palazzo y la fijaban en la entrada haciéndome notar la carencia de la réplica más importante, la cual si no fuera por su original sería considerada una obra majestuosa.
Aprendí, la relatividad de nuestro pensar no perdona, solo juzga, es solamente cuando las cosas no están, cuando evitamos compararlas y por ende entender su valor puro.
¿En dónde está la réplica? – me preguntaba. ¿Estaré aquí para buscarla?
Sin nadie a quien preguntarle y con el olor del León provocando moverme, comencé a caminar cruzando transversalmente la Piazza. A mis primeros pasos, notaba como Neptuno sonreía y al mismo tiempo evitaba hacer contacto visual, el León dejaba de mover la bola y la lluvia cesaba. Como si la decisión de caminar hubiese sido la correcta.
Entendía, es cuando las cosas simplemente se sienten bien cuando encontramos certeza, no cuando la perseguimos.
Terminaba de cruzar la Piazza y seguía mi caminar por las calles de Florencia. Con la vista levantada hacia los techos rojos que convierten esta ciudad en un fresco viviente y guiado por las estrellas como si fuera capitán de barco, finalmente llegaba a la puerta de la Gallerie dell’accademia.
¿Cómo es que llegué aquí sin tropezar? – mi cerebro dudaba y aceleraba mi palpitar.
Despacio, empujaba la puerta y pasaba lentamente los arcos de seguridad que diariamente ven miles de personas pasar. Nervioso, sintiendo el sudor en las manos, no lograba explicarme como había podido acceder libremente a tan magnífico y valioso lugar.
A oscuras, comenzaba a navegar por el primer pasillo como si el tiempo repentinamente hubiera dejado de importar, cada paso me alimentaba de una extraña seguridad de saber que mientras me mantuviera dentro de este museo el mundo dejaría de girar.
Pensaba, quizá las estatuas tienen el poder de doblar el tiempo hasta convertirlo en un círculo. En ellas no hay pasado ni futuro, solo arte.
Acercándome, observaba cada una de las obras que, similar al Neptuno, se movían sigilosamente dibujando sonrisas de paz. Sus movimientos no me alteraban, inexplicablemente me contagiaban tranquilidad.
Recordaba, que inmenso es el poder de nuestra sonrisa comparado con el mínimo uso que le damos.
De repente…una luz al final del pasillo.
A distancia, lograba reconocer una silla con un hombre el cual me daba la espalda. Su presencia atraía el único triángulo de luz.
Acercándome lentamente intentaba reconocerlo, sin embargo, su inmovilidad y concentración lo hacían parecer otra estatua. Su murmurar era su único signo de vida.
A dos pasos y con el corazón nuevamente acelerado, intentaba hablarle. Sentía mi boca abrirse, pero ningún sonido salía. Frustrado, intentaba moverme a los lados para poder rodearlo y verlo de frente, pero mis piernas no respondían, como si estuviera anclado al piso, como si el museo ya me hubiera convertido en propiedad.
Enseguida, veía como el hombre levantaba su mano derecha con un cincel y en palabras eternas decía: “Rodrigo, deja de intentarlo, solo podemos movernos cuando dejamos de forzar.”
¡¿Cómo es que esta persona sabe mi nombre?! – en pánico me preguntaba.
“No estas escuchando” – respondía el ahora evidente Artista, “entre más exijas tu voluntad, menos entenderás, no te preocupes por saber, lo trascendental es sentir.” Y, en calma absoluta mientras bajaba el cincel para descansarlo en la mesa, agregaba: “tú también sabes mi nombre, es Michelangelo Buonarroti.”
Al instante, mi corazón explotaba y lo escuchaba como si estuviese abajo del agua.
¿Cómo es que estoy detrás de tan inmenso Maestro? – me repetía desesperadamente.
Después de unos minutos de pánico, lograba tranquilizarme. Aunque solo veía su espalda y cabeza, empezaba a analizarlo y, asumiendo mi incapacidad de hablar, movía la vista agitadamente para intentar reconocer lo que por su postura fijamente observaba.
¿Qué es lo que ve que yo no puedo? – me cuestionaba.
Su cabeza asumía movimiento constante de sus ojos, sus manos capacidad de actuar en cualquier instante y sus piernas una inexplicable seguridad que solo otorga el ser experto en el arte más difícil de la vida, mantenerse en el presente.
Minutos pasaban y Michelangelo solo murmuraba. Sus manos cambiaban de cincel repetidamente como si estuviera en duda y la silla parecía expandirse con su respiración serena.
“El tiempo no existe” – finalmente me decía en tono tranquilo. “Es solo la distancia para mantener la calma”.
Sus palabras agregaban entendimiento y me hacían dejar de forcejear mi cabeza, por fin mis hombros descansaban.
Fue ahí, en ese momento, en el cual la resignación convertida en sabiduría me permitió dejar de forzar, cuando lograba reconocer una segunda luz al término del pasillo.
“Eso es lo que estoy viendo” – señalaba Michelangelo usando su evidente poder de escuchar mi mente.
“Me han dicho que tengo que decidir entre mostrarlo después de vencer a Goliath o antes de lanzar su ataque. He decidido responderles con ninguna, solo con una eterna lección de que no hay absoluta certeza y que en su inexistencia se encuentra lo bello de vivir”.
Las palabras de Michelangelo calmaban mi ansiedad como si mágicamente hubiera llegado a un destino final. No quería moverme ya, solo enfrascar el momento.
Enseguida, observaba como Michelangelo cambiaba de cincel y caminaba hacia aquella segunda luz.
Como si su presencia construyera, la cabeza de David se exponía ante mis ojos provocando inmediatamente lágrimas en estos.
“Ya estás sintiendo” – me decía El Maestro.
Pacientemente, Michelangelo comenzaba a rodear la estatua sin despegarle la vista como un león a punto de casar cualquier deficiencia. Con cada paso, el Maestro liberaba movimiento tanto en la estatua como en mi cuerpo y me permitía identificar nuevas partes del David. La luz, la cual acompañaba a Michelangelo como reflector, provocaba que el mármol brillara hermosamente.
“Cuando decidas acercarte, no cometas el error de ver la luz sino lo que vive en su ausencia” – me enseñaba Michelangelo.
Tratando de imitar su seguridad, caminaba lentamente hacia El David mientras amarraba mis manos aferrando mi concentración.
Pensaba, increíble que tengamos dos ojos con una extraña incapacidad de separarlos. Quizá su diseño es el más sabio, te obliga a contemplar un momento a la vez.
Bajo una ligera sonrisa, Michelangelo decía: “Puse todo el peso en una pierna para que sea la imaginación de la gente la provoque su movimiento.”
Al escucharlo y ver el pie izquierdo del David presionar el piso, entendía que el mármol es como nuestro crecimiento, solo nosotros decidimos que tan estático es.
Finalmente, llegaba el momento en el que Michelangelo y yo nos encontrábamos en opuestos exactos de su impecable obra, uno enfrente de cada brazo del David.
“Si te aferras a ver mi cara perderás lo más importante” – en tono nuevamente sonriente me decía.
Resignado ante el poder de Michelangelo de anticipar mis pensamientos, regresaba mi vista hacia El David el cual sorprendentemente expandía su pecho y cerraba ligeramente el puño.
Temblando, no podía dejar de admirar tan sutil y apolíneo movimiento.
“¡Te está hablando!” – decía Michelangelo. “Es en su respirar en donde expresa su respeto hacia alguien que ha decidido sentir en lugar de pensar”.
Mis ojos, aunque empañados con lágrimas, no podían evitar seguir admirando su movimiento. Con mis puños y respiración le intentaba replicar a tan hermosa Obra, intentaba decirle lo mucho que he aprendido de él, de su creador.
Michelangelo, caminando hacia atrás para nunca darle la espalda al David, regresaba a sentarse mientras murmuraba: “La mano y cabeza siempre estarán desproporcionadas, la gente se agotará tratando de encontrar significado pero en realidad es solo mi expresión de perfección, la cual, al igual que el horizonte, solo existe cuando no la alcanzamos”.
Inmóvil y sin quitarle la vista al David, fue en ese momento cuando por fin lograba sacar palabras de mi boca y preguntar: “Michelangelo, ¿qué le ha pasado a la réplica de la Piazza?”
El Maestro, cruzando sus piernas y depositando el cincel en la mesa sin perder la calma, contestaba: “Tú la has quitado”.
Atónito y nuevamente intentando ver a Michelangelo de frente, una poderosa sensación de comprensión llenaba mi cuerpo como cuando un vaso de agua fría entra sediento.
Entendía, yo he sido, en mi búsqueda por sentir, el que ha decidido remover la réplica de la Piazza.
La vista es el reflejo de nuestro corazón, nosotros decidimos que forma parte de ella y que no. Cada día es una invaluable oportunidad de crear nuestra realidad. Solo nosotros decidimos entre ver un pedazo de piedra o un hermoso mármol respirar.
Lleno de tranquilidad, me acercaba a Michelangelo y, estando ambos de frente al David, notaba en temperatura que ahora una tercera luz me acompañaba.
Le preguntaba al Maestro: “¿Por qué no he podido ver tu cara? Quisiera despedirme…”
Michelangelo, se levantaba de su silla y caminaba hasta rozar su hombro con el mío. De frente a su Obra como si ambos estuviéramos hablando con ella, me contestaba: “Has visto mi cara en todo momento, no somos más que lo que apasionadamente hacemos.”
Michelangelo tomaba mi mano y en ella ponía su cincel, me hacía sujetarlo con fuerza. Sin palabras ahora entendía, es mi decisión lo que construya con él.
Finalmente, El Maestro comenzaba a caminar hacia uno de los rincones del pasillo alejándose lentamente mientras su triángulo de luz se desvanecía, y a un paso de desaparecer, sin quitarle la vista al David, por último, me decía:
“Sobre despedirte de mí no te preocupes, no puedes, al menos que un día decidas dejar de sentir.”